EL VATICANO AHONDA MÁS SU ABISMO ANTE LA SOCIEDAD



El Vaticano sigue sin explicar cuándo, desde cuándo, por qué y para quién robó el mayordomo infiel la correspondencia secreta del Papa. En consecuencia, los periodistas —en el papel del diablo— se han puesto a rebuscar por su cuenta y lo que empieza a surgir, en medio de la hemorragia incontenible de filtraciones, es un agujero insondable de escándalos interconectados. Un topo que antes de su detención hizo de agente doble. Una muchacha de 15 años desaparecida hace tres décadas y cuyo rastro vuelve ahora para señalar a un supuesto obispo pedófilo. Y un banquero de Dios caído en desgracia y perseguido hasta la deshonra por un grupo de cardenales furiosos. La interconexión es un pequeño Estado de 40 hectáreas gobernado por hombres ya ancianos cuya teórica función es administrar los asuntos de Dios en la Tierra.
Paolo Gabriele sigue detenido, aunque también esto es una cuestión de fe. Nadie sabe a ciencia cierta qué derechos asisten al mayordomo, si ha declarado realmente o si no, si lo ha hecho asistido de abogado, si ha llegado a algún tipo de acuerdo con su empresa que es a la vez su Estado, su policía y su juez. Tanto es así, que el portavoz de los abogados de Paolo Gabriele es también el portavoz del Papa, Federico Lombardi, un hombre, por lo general, de pocas palabras. Por tanto, todo lo que se sabe del filtrador detenido es lo que se filtra, valga la redundancia. Y, según los últimos datos, Paolo Gabriele, el traidor, el topo, habría actuado durante los últimos meses de agente doble.
Tras ser descubierta su traición, la Gendarmería vaticana habría pactado con él la identificación de sus compinches. Solo así se explicaría el hecho de que el tal Paoletto, de 46 años, casado y con tres hijos, conservara en su apartamento de la ciudad del Vaticano tres cajas repletas de documentos secretos. En los últimos días antes de su detención, el mayordomo de Benedicto XVI pero ya bajo la supervisión de Domenico Giani, el superpolicía al frente de la Gendarmería. A cambio de su colaboración, Paolo Gabriele habría obtenido la promesa de un indulto papal no muy lejano y el compromiso de que su familia pueda seguir viviendo en Vía Porta Angelica, al resguardo del muro vaticano.
En la misma casa, por cierto, que la madre de Emanuela Orlandi. La muchacha desapareció en 1983 junto a la basílica de San Apolinar. Solo tenía 15 años. Su padre era funcionario vaticano y desde siempre se especuló con que detrás de su desaparición estuviese el terrorismo internacional —el turco Alí Agca había atentado dos años antes contra Juan Pablo II— o las siempre turbias cuentas del Vaticano. Hasta se temió que los restos de la muchacha estuviesen en la misma tumba que Enrico de Pedis, el último jefe de la banda de la Magliana, enterrado hasta hace unos días en una cripta de la basílica de San Apolinar, como si se tratase de un cardenal. En los últimos días, y a la luz de las filtraciones, el rastro de la muchacha vuelve a conducir al Vaticano. Las nuevas pistas conducen a Boston, a una dirección postal de un supuesto cardenal pedófilo. La madre de Emanuela, que se cruza en el zaguán con la esposa del mayordomo, sigue rogándole a Benedicto XVI qué le diga lo que sabe. Pero el Papa calla. Su silencio mereció la pasada semana un sonoro abucheo de una parte de las personas congregadas en la plaza de San Pedro. Un hecho grave, jamás visto.

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